Nunca
sé despedirme de ti, siempre me quedo
con
el frío de alguna palabra que no he dicho,
con
un malentendido que temer,
ese
hueco de torpe inexistencia
que
a veces, gota a gota, se convierte
en
desesperación.
Nunca
se despedirme de ti, porque no soy
el
viajero que cruza por la gente,
el
que va de aeropuerto en aeropuerto
o
el que mira los coches, en dirección contraria,
corriendo
a la ciudad
en
la que acabas de quedarte.
Nunca
sé despedirme, porque soy
un
ciego que tantea por el túnel
de
tu mano y tus labios cuando dicen adiós,
un
ciego que tropieza con los malentendidos
y
con esas palabras
que
no saben pronunciar.
Extrañado
de amor,
nunca
puedo alejarme de todo lo que eres.
En
un hueco de torpe inexistencia,
me
voy de mí camino
a la nada.
Impertinencias
En
la mesa de al lado,
un
jardín de señoras en domingo
abonadas
al orden del murmullo
y
del té con limón,
en
un café de invierno por la tarde.
Se
quejan de los tiempos, beben, fuman,
discuten
sus secretos, asienten con sonrisas…
y
de pronto se paran a mirarte.
Despreocupada
cuentas
-
y en el local tu voz es como el sable
que
hiere al enemigo -
una
historia de cama con detalles expertos,
una
manera de sentir la vida
que
penetra y disuelve
la
luz de iglesia,
la
humillación del frío en las rodillas,
los
cajones cerrados y las fotos de boda.
Cierto
tipo de gente
sufre
de los inviernos en los ojos,
conoce
las heladas
que
pasan por debajo de una puerta,
una
puerta de alcoba,
allí
donde la noche siempre tiene
olor
de espera inútil,
y
después de la espera se aceptan las mentiras,
y
después el silencio.
Nada
dejan los años en la mesa de al lado,
sino
un murmullo que envejece y una sombra
que
cruza por los labios como una cicatriz,
un
rencor en la piel de la conciencia.
Tu
voz es alta y joven,
va
vestida de fiesta y cuando se desnuda
hace
que el sol de invierno, conmovido,
se
detenga un instante para apoyar la frente
sobre
los ventanales del café.