La viejita apergaminada se sintió muy feliz ante el
hermoso bebé al que todos hacían fiesta, a quien
todos querían gustar; un hermoso ser, tan frágil como
ella, la viejita, y también como ella sin dientes ni
pelo.
Y se le acercó para hacerle sonrisas y mimos.
Pero el bebé asustado se debatió bajo las caricias
de la decrépita mujer y llenó la casa de chillidos.
Entonces la pobre vieja se retiró a su eterna soledad
y lloró en el rincón diciéndose: "-Para nosotras,
viejas desdichadas, ya pasó la edad de gustar...
siquiera a los inocentes; ¡horrorizamos también a
los bebés que queremos amar!"